Nos
atrevemos a juzgar a alguien por su falta de identidad, sin saber que somos
nosotros mismos los que no sabemos siquiera definirnos. También corremos la
cara a la pobreza, al hombre que pide monedas en medio de los viejos buses en
la ciudad después de cantar con voz gastada y ronca. Le huimos a la realidad en
la que estamos sumergidos, en donde no tenemos quién nos quiera y nos diga que
aún podemos valernos por nosotros mismos. Tanto le corremos a la felicidad, al
nivel de nunca saber verdaderamente cuándo lo fuimos, en su inmediatez lo vemos
como un hilo delgado al que no queremos nombrar ni tocar, por temor a romperlo.
La vejez del centro debería ser suficiente presagio como
para legitimar sus mendigos, sus tristezas y faltas de migas. Entre ausencias que
aún roncan, en medio de vasos y vidrios rotos de sábados alcoholizados, fruncen
el ceño cuerpos que hace años dejaron de vivir. La ruta es lenta, con un compás
de aire espeso, ahogadizo al respirar, en el fondo no quiero respirar esos
pesares, me rehúso a respirar la pobreza. Soy ignorante, como tantos, en temer
a lo que no conozco, sin siquiera darle una oportunidad a un desalmado. De nada
sirve que el rugido y quiebre de cada parada del bus, cantando junto al zumbido
de charlas afuera del cristal por el que me arrimo, por el que me incluyo y a
la vez me defiendo, de ese mundo de golpes y polvo. El régimen de gris evita
simpatía al roce de manos, el soplo de un viento que no atribuye felicidad, el
mismo aire que respiro, caliente y fogoso, en donde pareciese insípido a los
cuerpos caminando hacia una y otra dirección. Afortunadamente somos seres de
costumbre, de rutinas inconclusas que evitamos a toda costa en el momento en el
que queremos ser nosotros mismos. La calle más rota que las botellas, pequeña autopista
de muertos, mantiene su postura indolora ante zapatos sucios y frecuentes balas
de saliva. A pesar del frío que tuve en la madrugada, la tarde estaba consumida
por un sol picante. Fuera de foco, se verían sombras sin tronco, persiguiéndose
unos a otros sin razón alguna, extraídos de alguna referencia arrojada al
albedrío de un llamado de hija
y un
latido de padre. Dejé de encontrarle razón a estar inserto en un mundo en donde
me hundí en la música de mis audífonos, al que no iba al ritmo de absolutamente
nada en ese cuadro gris. Evitaba darme razones para querer estar allá,
descubrir todo aquello a lo que le temo, a los cuchillos sin querer ser otra
noticia de un amigo muerto. Pero tan sólo quizás, podría bajarme del colosal
bus en el que viajaba, a su ritmo de cáncer de pulmón terminal de algún viejo y
encontrar en medio de toda la miseria que mis ojos veían, aquello a lo que era
ignorante.
La
música de mis audífonos me daban certeza que seguía protegido, alejado del frío
que sufrirán los humanos de ese paraíso en las noches. Seguía civilizado, con
mi pinta de educado e incrédulo a las verdades que arrojaba la mujer que entró
cojeando pidiendo limosna. De no ser porque me quité un audífono velozmente,
impulso causado por el morbo que invadía mi mente de unirme al gallinero humano
que era la calle peatonal, no me habría dado cuenta de la existencia de aquella
mujer. Decía algo así como tantas otras que había tenido que oír desde que
había llegado a la ciudad. Usualmente las miraba mal, jamás les había dado una
moneda porque vivía con la idea de que la operación de sus hijos y la falta de
techo eran mentira, en cambio a dar las monedas a estos fines las usarían para
comprar bóxer o perico. ¿Pero quién era yo para juzgar la veracidad de lo que
decían tantísimas personas, en tono suplicante y lloroso? O inclusive, quién
era para erradicar las mentiras que arrojaban, sabiendo que todos en el fondo
decimos más mentiras que las que quisiéramos aceptar.
Fue
entonces cuando que apareció un hombre vistiendo una chaqueta más usada que la
hipocresía, descalzo y con un pantalón café que seguramente inició siendo gris.
Sus pies mugrosos y fríos en el asfalto, bailaban, su cuerpo retumbaba con una
sencillez que personalmente jamás he podido experimentar. Me daba la espalda,
pero se notaba que estaba comiendo algo, mirando la entrada de algún antro. Su
pobreza era el eco de la fauna del centro engañoso y peligroso que nos inculcan
desde pequeños. Aunque bailaba con pronunciada felicidad, no estaba al compás
de la música de mis audífonos. Decidí quitármelos por un momento, moría de
curiosidad de saber a qué le bailaba aquel viejo destartalado. Primero me
encontré con ruido, pasos y frenos de los múltiples buses en la zona. Las
tiendas con letreros mal escritos y de escaza iluminación capturaron mi
atención. Debo admitir que en tanto bullicio, casi pierdo de vista a aquel
viejo el cual se movía sosteniendo su cuerpo sobre un solo pie y luego sobre el
siguiente. La música a la que le bailaba ese hombre, sorpresa para nadie, era algún
mariachi desconocido en mi vida, proveniente de un casino de mala muerte. Aún
así, el disfrute del hombre florecía el gris, le daba razón de brotar al pasto
que se oculta tímidamente bajo el asfalto, por temor a morir tan rápido como se
asomó al sol. Era una sencillez tan increíble y una felicidad genuina en medio
de su pobreza absoluta, que hasta cierto punto se la envidié. Me lo imaginaba
sonriente con cada bocado y con cada nuevo instrumento del concierto invisible
al cual él solo acudía. Nunca le conocí el rostro, ni le conté las migas
perdidas en el pelo con el que contaba, jamás le vi la sonrisa que me imaginé
que tenía ni el tipo de pan que comía. Sin embargo, le conocí a través de la
sonrisa que me dejó, por la sencillez que quise encontrar en mí, por las ganas
de por primera vez en mi vida, quedarme allí bailando junto a él, al ritmo del
mariachi o la champeta que después sonó. Ahí, junto a tan poco, significó un
impulso ahogado, porque a fin de cuentas nunca me bajé del bus, sino hasta que
llegué a la calle en donde vivo. Sin saber jamás su nombre, me di cuenta que yo
no era maravilloso por lo que tenía, ni por lo que quería ser, sino por haber
tenido la oportunidad de ver la felicidad más pobre del planeta.