sábado, marzo 02, 2013

La sencillez que seremos



Nos atrevemos a juzgar a alguien por su falta de identidad, sin saber que somos nosotros mismos los que no sabemos siquiera definirnos. También corremos la cara a la pobreza, al hombre que pide monedas en medio de los viejos buses en la ciudad después de cantar con voz gastada y ronca. Le huimos a la realidad en la que estamos sumergidos, en donde no tenemos quién nos quiera y nos diga que aún podemos valernos por nosotros mismos. Tanto le corremos a la felicidad, al nivel de nunca saber verdaderamente cuándo lo fuimos, en su inmediatez lo vemos como un hilo delgado al que no queremos nombrar ni tocar, por temor a romperlo.

La vejez del centro debería ser suficiente presagio como para legitimar sus mendigos, sus tristezas y faltas de migas. Entre ausencias que aún roncan, en medio de vasos y vidrios rotos de sábados alcoholizados, fruncen el ceño cuerpos que hace años dejaron de vivir. La ruta es lenta, con un compás de aire espeso, ahogadizo al respirar, en el fondo no quiero respirar esos pesares, me rehúso a respirar la pobreza. Soy ignorante, como tantos, en temer a lo que no conozco, sin siquiera darle una oportunidad a un desalmado. De nada sirve que el rugido y quiebre de cada parada del bus, cantando junto al zumbido de charlas afuera del cristal por el que me arrimo, por el que me incluyo y a la vez me defiendo, de ese mundo de golpes y polvo. El régimen de gris evita simpatía al roce de manos, el soplo de un viento que no atribuye felicidad, el mismo aire que respiro, caliente y fogoso, en donde pareciese insípido a los cuerpos caminando hacia una y otra dirección. Afortunadamente somos seres de costumbre, de rutinas inconclusas que evitamos a toda costa en el momento en el que queremos ser nosotros mismos. La calle más rota que las botellas, pequeña autopista de muertos, mantiene su postura indolora ante zapatos sucios y frecuentes balas de saliva. A pesar del frío que tuve en la madrugada, la tarde estaba consumida por un sol picante. Fuera de foco, se verían sombras sin tronco, persiguiéndose unos a otros sin razón alguna, extraídos de alguna referencia arrojada al albedrío de un llamado de hija
y un latido de padre. Dejé de encontrarle razón a estar inserto en un mundo en donde me hundí en la música de mis audífonos, al que no iba al ritmo de absolutamente nada en ese cuadro gris. Evitaba darme razones para querer estar allá, descubrir todo aquello a lo que le temo, a los cuchillos sin querer ser otra noticia de un amigo muerto. Pero tan sólo quizás, podría bajarme del colosal bus en el que viajaba, a su ritmo de cáncer de pulmón terminal de algún viejo y encontrar en medio de toda la miseria que mis ojos veían, aquello a lo que era ignorante.

La música de mis audífonos me daban certeza que seguía protegido, alejado del frío que sufrirán los humanos de ese paraíso en las noches. Seguía civilizado, con mi pinta de educado e incrédulo a las verdades que arrojaba la mujer que entró cojeando pidiendo limosna. De no ser porque me quité un audífono velozmente, impulso causado por el morbo que invadía mi mente de unirme al gallinero humano que era la calle peatonal, no me habría dado cuenta de la existencia de aquella mujer. Decía algo así como tantas otras que había tenido que oír desde que había llegado a la ciudad. Usualmente las miraba mal, jamás les había dado una moneda porque vivía con la idea de que la operación de sus hijos y la falta de techo eran mentira, en cambio a dar las monedas a estos fines las usarían para comprar bóxer o perico. ¿Pero quién era yo para juzgar la veracidad de lo que decían tantísimas personas, en tono suplicante y lloroso? O inclusive, quién era para erradicar las mentiras que arrojaban, sabiendo que todos en el fondo decimos más mentiras que las que quisiéramos aceptar.

Fue entonces cuando que apareció un hombre vistiendo una chaqueta más usada que la hipocresía, descalzo y con un pantalón café que seguramente inició siendo gris. Sus pies mugrosos y fríos en el asfalto, bailaban, su cuerpo retumbaba con una sencillez que personalmente jamás he podido experimentar. Me daba la espalda, pero se notaba que estaba comiendo algo, mirando la entrada de algún antro. Su pobreza era el eco de la fauna del centro engañoso y peligroso que nos inculcan desde pequeños. Aunque bailaba con pronunciada felicidad, no estaba al compás de la música de mis audífonos. Decidí quitármelos por un momento, moría de curiosidad de saber a qué le bailaba aquel viejo destartalado. Primero me encontré con ruido, pasos y frenos de los múltiples buses en la zona. Las tiendas con letreros mal escritos y de escaza iluminación capturaron mi atención. Debo admitir que en tanto bullicio, casi pierdo de vista a aquel viejo el cual se movía sosteniendo su cuerpo sobre un solo pie y luego sobre el siguiente. La música a la que le bailaba ese hombre, sorpresa para nadie, era algún mariachi desconocido en mi vida, proveniente de un casino de mala muerte. Aún así, el disfrute del hombre florecía el gris, le daba razón de brotar al pasto que se oculta tímidamente bajo el asfalto, por temor a morir tan rápido como se asomó al sol. Era una sencillez tan increíble y una felicidad genuina en medio de su pobreza absoluta, que hasta cierto punto se la envidié. Me lo imaginaba sonriente con cada bocado y con cada nuevo instrumento del concierto invisible al cual él solo acudía. Nunca le conocí el rostro, ni le conté las migas perdidas en el pelo con el que contaba, jamás le vi la sonrisa que me imaginé que tenía ni el tipo de pan que comía. Sin embargo, le conocí a través de la sonrisa que me dejó, por la sencillez que quise encontrar en mí, por las ganas de por primera vez en mi vida, quedarme allí bailando junto a él, al ritmo del mariachi o la champeta que después sonó. Ahí, junto a tan poco, significó un impulso ahogado, porque a fin de cuentas nunca me bajé del bus, sino hasta que llegué a la calle en donde vivo. Sin saber jamás su nombre, me di cuenta que yo no era maravilloso por lo que tenía, ni por lo que quería ser, sino por haber tenido la oportunidad de ver la felicidad más pobre del planeta. 
sábado, septiembre 08, 2012

No dolió, pero también sé mentir

No éramos precisamente los más aptos para poder sobrevivir el camino. De igual forma, ambos cargábamos nuestro propio cuchillo. Lo que no esperaba, es que en vez de usarlo para cortar la maleza del andar, decidiste clavármelo en ausencias y mensajes perdidos. No dolió, pero también sé mentir. 

Te alegrará saber que nada nos une. El frío no ayuda a hacer más amena una partida tan forzosa, porque creí en tus engaños, nos creí. No quiero contarle a las canciones que dejen de cantarte, porque sé cuánto van a extrañarte. Entre tanto  gentío nos hallamos, quizás en el tiempo incorrecto, pero éramos las personas correctas a tomar el riesgo de saltar al precipicio, con un sólo paracaídas. Le  dediqué tus labios a mis ritmos, tu silueta a mis noche y eso que fuimos al viento.


Nos conocimos en lapsos más bien cortos, por muy entrelazada que tuviéramos el alma. A fin de cuentas, te entiendo, porque la lejanía vuelve difuso el amor y latente la falta. Compartimos un corazón no muy fuerte, pero guerrero, con una hermosa armadura de fantasmas pasados. Por muy distante que estuviéramos, cada latido tuyo me retumbaba en el pecho, porque ese mismo latido lo compartía el mío, a su ritmo torcido y chuequito. Estoy consciente de que nadie te enseñó a amar, porque en el vientre no nos inculcan eso tan ridículo y pendejo. 

Podrás estar en calma porque de amor nadie se ha muerto. Pero los recuerdos sí ahogarán la sonrisa ahora tímida que dejaste. Procuraré ordenar mi corazón, porque me cansé del desorden que armaron aquí adentro. Con las venas revolcadas y los sentimientos usados, te dejo un amargo en los labios que sé que quizás ésta misma noche vayas a bailar con otros de tus juegos pendejos y tus mentiras frías. Ojalá te de por pensar más de una noche, ojalá aprendas de lo que pudimos ser. Te recordaré, no por romántico, sino para asegurarme de en quién no debo volver a creer.

Entre tantos sollozos y aplausos, jugamos a extrañarnos en las estrellas, sin darnos cuenta de que no nos encontraríamos allá. Suelo pensar en que cuando la Luna se ve de día, es porque se quedó dormida en la cama del Sol. En cuanto a mi corazón, se quedó allá dormidito también, refundido bajo tus sábanas blancas. Si lo ves, dile que me hace falta, porque pobrecito, no quiere despertar y ver que debe mudarse de tan cálido lugar. No lo juzgo, si fuera él, tampoco lo haría.
domingo, julio 25, 2010

Danza de Siluetas


La sala parecía una floristería humana, cada cuerpo poseía una silueta distinta. Los sombreros anticuados y antiguos del trío inseparable de viejas destartaladas creaban cierta ambigüedad en los hechos, de por sí ya curiosos. Sentadas con miradas discretas en la esquina estaban las tres sombras con cabezas deformes, acercándose como un compás una con otra, chismoseando sobre el resto. La diminuta mesa enfrente del trío sólo era capaz de sostener tres pequeñas copas de vino blanco; por fortuna nadie se acercaba a dejar el soplido por temor a tumbar la mesita. Rodolfo hacía dos años que no veía a tanta gente conocida reunida y por ello sentía un placer inagotable, un sudor de orgasmo.
Sus arduos años en la guerra, luchando por una razón más bien falsa, le habían recortado su memoria. Pero con todos en aquella sala sentía una unión íntima, casi desmesurada y apurada. Él, extrañamente, tenía una urgencia por besarlos a todos, invitarlos a otra ronda de cerveza helada y seguir echando chistes hasta el fin del mundo. Cada invitado oportuno se iba acercando de vez en cuando a él, ya que Rodolfo perdió sus dos piernas en un encuentro fúnebre cerca de playa con sus supuestos enemigos. La colorida fusión de colores y movimientos provenientes de la pista de baile dejaban un aroma impregnado de risas. Sus tres hijos corrían radiantes salpicando abrazos al aire, adornando la belleza de su segura madre. Sin la necesidad de que alguien se lo dijera, Rodolfo sabía que todos, secretamente, habían venido a verlo. Él era el centro de la reunión, y aunque no pudiera danzar al ritmo de los tambores, su desvelo enamorado marcaba una transición espiritual, de un mundo a otro.
Eran pocos, en la bastedad de la sala, los que no andaban saltando de la emoción, rozándose de goce. Todo para Rodolfo era maravilloso, lejos de la asfixiante humedad y las monótonas noches en la selva. Ni siquiera extrañaba las estrellas, las absurdas cantidades de constelaciones visibles en los topes de los árboles. Según él ya ni las necesitaba, su rigor por pedir deseos de auxilio había acabado. El concreto de las solidas paredes protegía su alma; lo dejaban descansar, disfrutarse nuevamente. Cada mil latidos, porque los contaba, el señor corto y grueso de su derecha cantaba una canción, de su cuerpo transpiraba una dulce melodía. Por fortuna con cada verso cantado, las siluetas se movían como olas multicolores al son de cada onda auditiva.
El ruido sublime de gestos y besos adornaban la desnuda sala, excepto por la cedida mesa de té. Mientras el juego coqueto de brazos y piernas continuaba, Rodolfo, expectante, olvidaba sedientamente toda imagen de balas voladoras, de esperanzas invisibles, de ríos turbios. Quizás lo único que lo devolvía a la extraña realidad era la ausencia de puertas y ventanas. Ignoró éste hecho por simples cuestiones de orgullo y ocurrentes delirios. Sin embargo, la razón obvia a aquella alegre situación, era cómo patéticamente Rodolfo intentaba mecerse de un lado a otro, bailándole al vacio, anhelando lo perdido.
miércoles, junio 16, 2010

Haiku I

Drops Drops Drops

Crystal blues in soul,
which shatter our thin insides,
let the rain touch me.


Remorse

Settle the fright tight
sing inside the turns and gaps,
deep sorrow shall pass.


Live Forever

Plastic world of fuss
facial smile upon the life
in this film we stand.
viernes, junio 11, 2010

Desgajando el Universo


En las parcelas fosforescentes
con nubes apacibles
hechas de espuma espesa
y un mar aéreo extenso,
las ondas andan simétricas.
Los cuerpos gomosos,
ritmos fréneticos
de sonidos africanos
agridulces frente al suspiro,
anhelando el goce oportuno.
Pienso desgajarlo lentamente,
consumirlo a pedazos suaves,
o devorar, el universo
antes de que suene el timbre
como el titán del tímpano.
Coger cada latido y suministrar
el calor de cascabel
y roer y moler sin pena ajena
hasta el diminuto instante
de asombrosas proporciones
escalando la brecha eterna.
Pienso desgajarlo sigilosamente,
pienso devorarlo ardiente,
pienso roerle el aire
rodeado de figuras
conocidas y ausentes,
amplias y carentes.
Mientras desgajo el universo
miles de olas se estrellan,
luces se encienden,
cientos de vidas se emprenden
bajo la sombra del sofocante ardor,
otras, más habiles disfrutan,
como atentos espectadores,
el fin del mundo,
mientras yo, en éxtasis,
me desgajo, hambriento, nuestro universo.
jueves, mayo 13, 2010

Mirando a Través

Si el río es tan ancho
que puedo derivarme
pensando que tu rostro
estará en un bote
de rosas y fieles
con estrellas verdes.
Esperando sigilosamente
mi voz sobre tí,
sobre todo aquello
increíble y junto.
Mirando a través
de tus ojos de cristal,
claros y marrones,
mientras oyes todo
lo que conlleva mi vida.
Aunque no pueda subir,
el agua jamás me ha parecido
más calma y suave
cuando miro los horizontes
de tu gentil mirada.
Dimensiones arriesgadas
absorbiendo el tiempo
en su magnitud coloquial,
en su grandeza inmortal.
sábado, mayo 08, 2010

Instinto Animal


El Señor Mauricio nunca lo confesó, pero siempre se sintió como un animal. Un ser libre cuando estaba cerca de la naturaleza, parte de ella como una larga raíz. Le causaba una increíble fascinación todo lo relacionado con los árboles, el cambio del clima y los seres vivos que habitaban dentro y fuera del claustrofóbico pueblo.
Alguna vez cuando era más joven vivió en la ciudad. Pero el gris y el concreto lo mareaban todos los días. Se sentía tan fuera de su ambiente que optó por el delirio temporal. Poseía una gran lucha interior, a las mujeres de mayor edad, todas vulnerables siempre las quiso morder y picotearlas. Mientras que a las niñas que caminaban por la acera en la noche, siendo alumbradas por todas las luces de la gran ciudad, quería acompañarlas y cuidarlas. Paredes enteras de brillos deslumbrantes, infinitas cantidades de avisos adornaban los rascacielos infernales.
Fue ahí cuando decidió que por el bien de los habitantes, y de sí mismo, debía huir a un lugar más salvaje. Exageró un poco al querer vivir en una isla solitaria, donde el olor de pescado pútrido era lo único que lo acompaña. Estaba tan solo en aquella isla que sintió que lo encerraban las paredes invisibles de los largos acantilados. El eco formado por el fuerte viento lo dejó casi sordo, y el estallido de las olas le daba la lúcida imagen de bombas militares; cosa que inmediatamente relacionaba con la civilización y por ello odió desde entonces el mar y la arena de vidrios. Luego de saciarse de que su casa viviera llena de algas y cascarones como de gruesos arrecifes, optó por un clima más frío, de ahí se le ocurrió cerca del Everest. Sin embargo, la absurda baja temperatura sideral lo ahuyentó en tan sólo dos semanas. La nieve, aunque le causaba gran fascinación, no era tan gran cosa como para sufrir toda una vida, enterrándose bajo las criminales cantidades de nieve que caía diariamente.
El Amazonas quizás fue su localización favorita, intentó hacerse amigos de los monos y panteras. Las serpientes lo amenazaban cada noche y el ruido nocturno del temblor de las ranas no lo dejaba dormir tranquilo. La escasez de luz solar que llegaba a los pies de la selva lo enfermó aunque él no lo quisiera. Además, el aullido de los monstruosos tractores destruyendo el alma de la Amazonía, le quitó cualquier encanto al húmedo lugar.
Cansado de buscar, encontró un intermedio entre todo lo que quería, cantidades de árboles para abrazar y besar; estando lo suficiente lejos de las nubes de ceniza y hierro. Ahora, el lúgubre pueblo se enfrentaba a un diluvio universal desde Abril. Extrañaba la rara presencia de la Señora Reseca, mirando el suelo, abastecido de calor y sudor.
Lo que más le emocionaba de todo el pueblo era aquel grandioso árbol ancestral. Con sus laberintos de ramas, cubiertas por musgo. Las pequeñas aves de colores, como pinturas de los años veinte, lo enamoraban todos los días. Se encontraba tranquilo cuando salía a untarse del júbilo tronco de su Meca. Se moría de la rabia cada vez que los insolentes niños traían estragos a la pacifica tarde de contemplación. Al principio alcanzó a pensar que la fuerte lluvia los ahuyentaría, pero su instinto animal, aún no perfeccionado, le falló, ya que los niños salían a lavarse bajo la tormenta, mientras que los rayos alumbraban sus genuinos rostros. Hacía años que no llovía en el pueblo, y mucho menos con tal fuerza. La neblina y la pantalla de lágrimas de las nubes le daban un aspecto místico al árbol, un aura de belleza trascendental.
Si es verdad que cada encuentro con la naturaleza se le hacía único, también es verdad que todos sus intentos por tener mascotas eran fallidas. Bueno, nunca se atrevió enserio, pero la sola idea era tan absurda como su obsesión por ladrarle a las abuelas y estrangular de cariño a los gatos. Tan sólo lo intentó una vez, un hermoso canario rojo que revoloteaba por el cuarto libre de artículos humanos. Era tan especial el pobre canario que adoptó una personalidad. Al cabo de dos horas, el Señor Mauricio se lo tragó.
viernes, abril 30, 2010

De Costumbres y Otros Recuerdos

La casa de la Señora Reseca estaba adornada por unas cuantas flores, tapando las indiscutibles manchas de las paredes. Los muebles tapizados de colores más bien fúnebres desde hace media década yacían solitarios en medio de una sala poco habitada. Las visitas eran escazas desde que sus dos hijos menores murieron cuando fueron a una caminata al río del pueblo.
Desafortunadamente, el menor de toda la despedazada familia, Riardo, ingenuo y torpe, tropezó contra las piedras al cruzar el desbordado río. Su hermano, en medio de su interminable angustia y terror, vio cómo el río se teñía de color rojo aterciopelado. Para rescatarlo, intentó ayudarlo, pero el cuerpo de Riardo, no muy pequeño comparado a él le impidió salvarlo. Es más, se supone que cuando lo ayudaba su hermano cayó de cabeza hacia una de las rocas del río, partiéndose el cráneo. Creando dos bultos llevados por la corriente eterna.
El resto de la familia había huido por la violencia vecina. Sin embargo, los personajes más insólitos permanecieron en el pueblo de mala muerte hasta el final. La sopa que andaba preparando la Señora Reseca tenía un olor ácido y denso. El sofocante calor ahogaba a la Señora Reseca, el vapor expulsado hacia su sombrío rostro creaba una gruesa capa de sudor en su frente. Decidió dejar que la sopa continuara calentándose mientras salía a caminar por el desértico pueblo. Su vecino, Don Clentijo siempre dormía en la hamaca de su pequeña terraza. El periódico de hace unos años siempre cerca sobre una empolvada mesa gris. Los lentes, más grandes que los puños de Don Clentijo estaban en el suelo, acompañando los rítmicos ronquidos de Don Clentijo. Vestía un chaleco anacrónico, rojo y vivo, el cual le disgustaba a la Señora Reseca, siempre le pareció raro cómo en medio de aquel insoportable calor, alguien de más de sesenta años podría soportar un grueso chaleco. La verdad era que Don Clentijo sólo lo usaba cuando salía a su terraza, su casa, sin ventanas ni más color que el de la desteñida madera, reposaba cerca de dos árboles secos.
En la casa de la esquina, abandonada desde hace dos décadas por los dueños originales, afortunados de poder huir antes de que la violencia se aproximara. Estaba inundada por ratones y una vieja de mirada soñolienta y desubicada. Las frágiles paredes se pudrían con el cuerpo de la pobre vieja. Extrañamente, los arbustos de enfrente eran los más coloridos y fuera de lugar de todo el pueblo; grandes y robustos, abundantes de rosas y flores multicolores como los arduos atardeceres. La Señora Reseca no había sabido de la vieja desde hace un par de semanas, pero el humo de la desechable chimenea delataba la presencia de ésta, cocinando sus ratones con guisantes.
La plaza principal estaba desolada, excepto por un par de perros recostados bajo la humilde sombra del árbol arcaico que posesionaba el centro y corazón del pueblo. Perdía la noción del tiempo cuando caminaba, siempre le había sucedido. Inclusive cuando salía al monte y se encontraba con su amante, a escondidas de toda la familia, con quien tuvo a Riardo. Nunca supo bien si era por las agridulces sensaciones que le causaba el monótono sendero del pueblo o era por su espíritu romántico. Las piedras del suelo se calentaban a temperaturas casi imposibles de soportar, pero la devoción que la Señora Reseca siempre ha tenido por caminar en las horas menos transitadas la han hecho inmune a éste efecto.
Nunca fue muy fanática de los animales, pero los respetaba por ser parte del ciclo natural. En cambio, el dueño de la tienda, el Señor Mauricio, andaba abrazando árboles y acosando ardillas cada vez que podía. Por esa razón había instalado su tienda en la plaza principal, para permanecer cerca de las raíces del árbol en forma de caracolí, enredado y ensimismado, pero sumamente enorme. Tenía el aspecto de un hongo gigante, con miles de ramas hacia todas las direcciones, abriéndole campo a la imaginación. Él había hecho cientos de pancartas en contra de la basura en las zonas verdes, pero los niños siempre las rompían a los cinco minutos de estar colgadas.
Mientras caminaba, la Señora Reseca, miraba a su alrededor, disfrutando del pueblo, que algunas veces lograba despreciar, pero en tardes calurosas como ésta, era cuando más lo apreciaba. En el monte, le llegaron memorias nostálgicas de noches de pasión bajo el resplandor de la luna llena. Untados de hojas secas y tierra húmeda, pelo despeinado y cachetes sudados, lejos de su esposo y el drama que envolvía su existencia. Se sentó cerca de la roca donde vio por última vez a su verdadero amor, intentó llorar un poco, pero las lágrimas no le salían. En medio de su contemplación le llegó la vívida imagen de la sopa hirviendo, quemando la casa de su vida. Será mejor que se devuelva.
martes, abril 27, 2010

The Foundations of Two


It’s a beautiful day, when the city is endless and the eclipse rises hard upon us, our thoughts and sorrows. There is time for our grief and pain, to change, transform, and be the matter we are suppose to be, because our eternal sleep sighs deeply in the unforgotten. The smile of your face lingers in the dark night, who screams full of emotion, envying our feelings, kneeling upon the kiss. Perhaps because we walk alone, and don’t stop to meditate the moment of joy that electrifies like a shock of lighting and streams our body. Walk beside me, now that time is shuttled to other galaxy, it stops like ice in the air, and our faces conceive each other. The search, the awareness, the pillars of our own ill close together in the past. Come by me when you are clear of your tricks and you are able to show yourself, undisguised, trustful and merciful. The lights of the buildings keep bright, ending above the horizon. It is short, and I know, so let it go slow, secure and let it flow under the reality and dreams, and perhaps interrupted.
But you turn back, showing the skin, smiles once again and walks toward another light, leaving me deserted in the black. Closing forever your inner most, locked for visitors and trust, mist is expelled off in your words. Suppression for two, forget the tea, it has been past five, and tonight I feel lonelier, waiting for the unrehearsed act. The moon looks down feverish, red and upset. In disgust, and regret I must say, I look around myself, everything seems sharp. The glass moves with each touch, before it falls to the ground in pieces, infinite number of puzzles. No discussions are done, only to wait how time passes by, wasted precious time.
And now, when eyes are open and heart is fallen, I rise, step up, and walk. Move a pair of cold feet. And I walk and look around, and find your face beside me, walking rhythmically, I smile while waiting, waiting, waiting for your lovely speech.
domingo, abril 18, 2010

Cosas del Tiempo

Eterno, quizás, pero igual de vulnerable al visible adversario.