Aún había tiempo de huir o simplemente de no coger la esquina precisa hacia su objetivo. Un pequeño error de cálculos podría ser perdonado. Los rayos desbocados en su frente la demoraban un poco. El tiempo se hacía más lento, más denso. El destello de luces de las farolas de los carros del día cegaba su nublosa vista. La escasez de nubes mareaba a Drusila mientras se aferraba con una mano temblorosa a su pequeño rosario. El camino parecía distante, como en diferentes mundos, inconclusas realidades.
Ni siquiera era hora del almuerzo y el sudor en su espalda la ensopaba y asfixiaba. Miró al cielo rápidamente, éste, demasiado despejado, le traía cierta ironía a la escena. Se lo merecen igualmente, pensó. Todos esos años, tantas horas de sufrimiento y opresión justificaran las acciones.
El metal se le hacía pesado como un morral de plomo, quizás no tanto el peso físico, sino mental. Ya estoy cerca. Cerca de completar el plan, todo el equipo depende de mí. Sus manos sudaban con cada paso acelerado. El silencio era inminente, succionaba la alegría del tiempo. Pero tan sólo tener la gloria de mi cultura, de mi sociedad sería el mayor premio, mi gratificación.
Al reconocer el ancho edificio de colores blancos y azules de todos los tonos se puso muy nerviosa. La sangre en las venas se calentaba. Su respiración era interrumpida de vez en cuando por cada recuerdo de aquel asqueroso lugar. Dios tú que me mandaste para éste trabajo, bendiciendo mi alma y dotando mi inteligencia. El rosario permanecía cerca a su pecho, temblando fuertemente. Les sonrió a los dos guardias de seguridad, entregó la placa anteriormente imprimida y siguió caminando al centro. Un par de gatos en el parque de arena le recordó su miserable infancia, las burlas por su fanatismo, la incontrolable obsesión de su familia. Sin embargo los iba a perdonar a todos, los iba a salvar, por su eterno amor.
La bulla de las risas de los niños aumentaba entre más cerca estaba de su objetivo, al igual al dolor en su ombligo, apretado contra el sangriento metal.
Sonó el timbre mientras Drusila sostenía el detonador en su mano izquierda, tan fuerte como el rosario en su nuca.
Ni siquiera era hora del almuerzo y el sudor en su espalda la ensopaba y asfixiaba. Miró al cielo rápidamente, éste, demasiado despejado, le traía cierta ironía a la escena. Se lo merecen igualmente, pensó. Todos esos años, tantas horas de sufrimiento y opresión justificaran las acciones.
El metal se le hacía pesado como un morral de plomo, quizás no tanto el peso físico, sino mental. Ya estoy cerca. Cerca de completar el plan, todo el equipo depende de mí. Sus manos sudaban con cada paso acelerado. El silencio era inminente, succionaba la alegría del tiempo. Pero tan sólo tener la gloria de mi cultura, de mi sociedad sería el mayor premio, mi gratificación.
Al reconocer el ancho edificio de colores blancos y azules de todos los tonos se puso muy nerviosa. La sangre en las venas se calentaba. Su respiración era interrumpida de vez en cuando por cada recuerdo de aquel asqueroso lugar. Dios tú que me mandaste para éste trabajo, bendiciendo mi alma y dotando mi inteligencia. El rosario permanecía cerca a su pecho, temblando fuertemente. Les sonrió a los dos guardias de seguridad, entregó la placa anteriormente imprimida y siguió caminando al centro. Un par de gatos en el parque de arena le recordó su miserable infancia, las burlas por su fanatismo, la incontrolable obsesión de su familia. Sin embargo los iba a perdonar a todos, los iba a salvar, por su eterno amor.
La bulla de las risas de los niños aumentaba entre más cerca estaba de su objetivo, al igual al dolor en su ombligo, apretado contra el sangriento metal.
Sonó el timbre mientras Drusila sostenía el detonador en su mano izquierda, tan fuerte como el rosario en su nuca.