La casa de la Señora Reseca estaba adornada por unas cuantas flores, tapando las indiscutibles manchas de las paredes. Los muebles tapizados de colores más bien fúnebres desde hace media década yacían solitarios en medio de una sala poco habitada. Las visitas eran escazas desde que sus dos hijos menores murieron cuando fueron a una caminata al río del pueblo.
Desafortunadamente, el menor de toda la despedazada familia, Riardo, ingenuo y torpe, tropezó contra las piedras al cruzar el desbordado río. Su hermano, en medio de su interminable angustia y terror, vio cómo el río se teñía de color rojo aterciopelado. Para rescatarlo, intentó ayudarlo, pero el cuerpo de Riardo, no muy pequeño comparado a él le impidió salvarlo. Es más, se supone que cuando lo ayudaba su hermano cayó de cabeza hacia una de las rocas del río, partiéndose el cráneo. Creando dos bultos llevados por la corriente eterna.
El resto de la familia había huido por la violencia vecina. Sin embargo, los personajes más insólitos permanecieron en el pueblo de mala muerte hasta el final. La sopa que andaba preparando la Señora Reseca tenía un olor ácido y denso. El sofocante calor ahogaba a la Señora Reseca, el vapor expulsado hacia su sombrío rostro creaba una gruesa capa de sudor en su frente. Decidió dejar que la sopa continuara calentándose mientras salía a caminar por el desértico pueblo. Su vecino, Don Clentijo siempre dormía en la hamaca de su pequeña terraza. El periódico de hace unos años siempre cerca sobre una empolvada mesa gris. Los lentes, más grandes que los puños de Don Clentijo estaban en el suelo, acompañando los rítmicos ronquidos de Don Clentijo. Vestía un chaleco anacrónico, rojo y vivo, el cual le disgustaba a la Señora Reseca, siempre le pareció raro cómo en medio de aquel insoportable calor, alguien de más de sesenta años podría soportar un grueso chaleco. La verdad era que Don Clentijo sólo lo usaba cuando salía a su terraza, su casa, sin ventanas ni más color que el de la desteñida madera, reposaba cerca de dos árboles secos.
En la casa de la esquina, abandonada desde hace dos décadas por los dueños originales, afortunados de poder huir antes de que la violencia se aproximara. Estaba inundada por ratones y una vieja de mirada soñolienta y desubicada. Las frágiles paredes se pudrían con el cuerpo de la pobre vieja. Extrañamente, los arbustos de enfrente eran los más coloridos y fuera de lugar de todo el pueblo; grandes y robustos, abundantes de rosas y flores multicolores como los arduos atardeceres. La Señora Reseca no había sabido de la vieja desde hace un par de semanas, pero el humo de la desechable chimenea delataba la presencia de ésta, cocinando sus ratones con guisantes.
La plaza principal estaba desolada, excepto por un par de perros recostados bajo la humilde sombra del árbol arcaico que posesionaba el centro y corazón del pueblo. Perdía la noción del tiempo cuando caminaba, siempre le había sucedido. Inclusive cuando salía al monte y se encontraba con su amante, a escondidas de toda la familia, con quien tuvo a Riardo. Nunca supo bien si era por las agridulces sensaciones que le causaba el monótono sendero del pueblo o era por su espíritu romántico. Las piedras del suelo se calentaban a temperaturas casi imposibles de soportar, pero la devoción que la Señora Reseca siempre ha tenido por caminar en las horas menos transitadas la han hecho inmune a éste efecto.
Nunca fue muy fanática de los animales, pero los respetaba por ser parte del ciclo natural. En cambio, el dueño de la tienda, el Señor Mauricio, andaba abrazando árboles y acosando ardillas cada vez que podía. Por esa razón había instalado su tienda en la plaza principal, para permanecer cerca de las raíces del árbol en forma de caracolí, enredado y ensimismado, pero sumamente enorme. Tenía el aspecto de un hongo gigante, con miles de ramas hacia todas las direcciones, abriéndole campo a la imaginación. Él había hecho cientos de pancartas en contra de la basura en las zonas verdes, pero los niños siempre las rompían a los cinco minutos de estar colgadas.
Mientras caminaba, la Señora Reseca, miraba a su alrededor, disfrutando del pueblo, que algunas veces lograba despreciar, pero en tardes calurosas como ésta, era cuando más lo apreciaba. En el monte, le llegaron memorias nostálgicas de noches de pasión bajo el resplandor de la luna llena. Untados de hojas secas y tierra húmeda, pelo despeinado y cachetes sudados, lejos de su esposo y el drama que envolvía su existencia. Se sentó cerca de la roca donde vio por última vez a su verdadero amor, intentó llorar un poco, pero las lágrimas no le salían. En medio de su contemplación le llegó la vívida imagen de la sopa hirviendo, quemando la casa de su vida. Será mejor que se devuelva.
Desafortunadamente, el menor de toda la despedazada familia, Riardo, ingenuo y torpe, tropezó contra las piedras al cruzar el desbordado río. Su hermano, en medio de su interminable angustia y terror, vio cómo el río se teñía de color rojo aterciopelado. Para rescatarlo, intentó ayudarlo, pero el cuerpo de Riardo, no muy pequeño comparado a él le impidió salvarlo. Es más, se supone que cuando lo ayudaba su hermano cayó de cabeza hacia una de las rocas del río, partiéndose el cráneo. Creando dos bultos llevados por la corriente eterna.
El resto de la familia había huido por la violencia vecina. Sin embargo, los personajes más insólitos permanecieron en el pueblo de mala muerte hasta el final. La sopa que andaba preparando la Señora Reseca tenía un olor ácido y denso. El sofocante calor ahogaba a la Señora Reseca, el vapor expulsado hacia su sombrío rostro creaba una gruesa capa de sudor en su frente. Decidió dejar que la sopa continuara calentándose mientras salía a caminar por el desértico pueblo. Su vecino, Don Clentijo siempre dormía en la hamaca de su pequeña terraza. El periódico de hace unos años siempre cerca sobre una empolvada mesa gris. Los lentes, más grandes que los puños de Don Clentijo estaban en el suelo, acompañando los rítmicos ronquidos de Don Clentijo. Vestía un chaleco anacrónico, rojo y vivo, el cual le disgustaba a la Señora Reseca, siempre le pareció raro cómo en medio de aquel insoportable calor, alguien de más de sesenta años podría soportar un grueso chaleco. La verdad era que Don Clentijo sólo lo usaba cuando salía a su terraza, su casa, sin ventanas ni más color que el de la desteñida madera, reposaba cerca de dos árboles secos.
En la casa de la esquina, abandonada desde hace dos décadas por los dueños originales, afortunados de poder huir antes de que la violencia se aproximara. Estaba inundada por ratones y una vieja de mirada soñolienta y desubicada. Las frágiles paredes se pudrían con el cuerpo de la pobre vieja. Extrañamente, los arbustos de enfrente eran los más coloridos y fuera de lugar de todo el pueblo; grandes y robustos, abundantes de rosas y flores multicolores como los arduos atardeceres. La Señora Reseca no había sabido de la vieja desde hace un par de semanas, pero el humo de la desechable chimenea delataba la presencia de ésta, cocinando sus ratones con guisantes.
La plaza principal estaba desolada, excepto por un par de perros recostados bajo la humilde sombra del árbol arcaico que posesionaba el centro y corazón del pueblo. Perdía la noción del tiempo cuando caminaba, siempre le había sucedido. Inclusive cuando salía al monte y se encontraba con su amante, a escondidas de toda la familia, con quien tuvo a Riardo. Nunca supo bien si era por las agridulces sensaciones que le causaba el monótono sendero del pueblo o era por su espíritu romántico. Las piedras del suelo se calentaban a temperaturas casi imposibles de soportar, pero la devoción que la Señora Reseca siempre ha tenido por caminar en las horas menos transitadas la han hecho inmune a éste efecto.
Nunca fue muy fanática de los animales, pero los respetaba por ser parte del ciclo natural. En cambio, el dueño de la tienda, el Señor Mauricio, andaba abrazando árboles y acosando ardillas cada vez que podía. Por esa razón había instalado su tienda en la plaza principal, para permanecer cerca de las raíces del árbol en forma de caracolí, enredado y ensimismado, pero sumamente enorme. Tenía el aspecto de un hongo gigante, con miles de ramas hacia todas las direcciones, abriéndole campo a la imaginación. Él había hecho cientos de pancartas en contra de la basura en las zonas verdes, pero los niños siempre las rompían a los cinco minutos de estar colgadas.
Mientras caminaba, la Señora Reseca, miraba a su alrededor, disfrutando del pueblo, que algunas veces lograba despreciar, pero en tardes calurosas como ésta, era cuando más lo apreciaba. En el monte, le llegaron memorias nostálgicas de noches de pasión bajo el resplandor de la luna llena. Untados de hojas secas y tierra húmeda, pelo despeinado y cachetes sudados, lejos de su esposo y el drama que envolvía su existencia. Se sentó cerca de la roca donde vio por última vez a su verdadero amor, intentó llorar un poco, pero las lágrimas no le salían. En medio de su contemplación le llegó la vívida imagen de la sopa hirviendo, quemando la casa de su vida. Será mejor que se devuelva.