viernes, noviembre 13, 2009

Paranoia

Se suponia que hoy iba a volver. Lorenzo andaba impaciente por la noticia. No era capaz de parar de arrancarse las uñas y morderse los callos. Abría la ventana para que tan sólo pudiera ver el camino, no le interesaba ver más. Su mundo y vida era ese camino. Respiraba entrecortado, emocionado y nostálgico mientras que subía las escaleras una y otra vez.
Abrió la ventana una vez más y con tan sólo el atardecer se encontró.
Salió a inhalar un poco de aire fresco, porque el aire de la casa estaba muy denso, tenia un ambiente muy pesado para su gusto. Sus zapatos negros combinaban con su chaqueta de cuero. La oscuridad se acercaba. Su peor miedo, con tal de que no acabara en ése momento de noche, el poder divino era acechado. Agarró fuertemente la cruz de su cuello, pero ésta estaba más fragil que antes, casi la desborona, tuvo miedo de que no tuviera fuerzas para batallar a sus enemigos. El frio lo invadía, los huesos le temblaban.
Abrió la ventana y miró, pero con nada se encontró.
Ahora temía por su vida. Cogió la pequeña vela que estaba derritiendose en la mesita a unos metros de él. Entonces se dió cuenta de que no debía dejar que nada la apagara. Debía protegerla de todo mal, de sus miedos, inclusive de sí mismo. La pequeña mecha de fuego se movía hacia un lado amenazadoramente, ella no le temía. La dejó en la mesa, algo chirrió justo en el instante en que la soltó y sintió como si se le doblaran los organos. Despues de un tiempo de incontrolabre dolor, decidió ignorarlo y forzosamente asomarse a la vieja ventana.
La abrió y todo andaba oscuro, sumiso y malevolo.
Cada segundo aumentaba la espera. Cada movimiento era planeado, no debía cometer ni el menor error. Su vida dependía de ello. Se sentó y unas cuantas lágrimas se deslizaron de su rostro, callendo en la madera casi pútrida de la casa. Sus raíces provenian de esa casa, su vida era la casa, y la vela, porsupuesto, no debía dejar que la pobre vela sintiera celos. Las puertas ya gastadas crujian con un molesto soplido que retumbaba en el techo, en sus oídos, en sus intestinos. La culpa era su mayor atacante, todo a su alrededor lo acusaba.
Se asomó y nada encontró.
Debe de estar cerca. Tiene que venir. Es ilógico que no halla llegado. La angustía del eterno vacio era presente. Su respiración ahora descontrolada, queria calmarla, darle un fin a éste dolor. Su alma ya no le pertenecía, ahora tan sólo era un cuerpo moviendose por el empolvado suelo. Ya nadie cuidaba de nadie. Ya nadie se preguntaba por nadie. Por lo menos él pensaba eso, por eso decidió alejarse de todo lo que le rodeaba. Sentía cómo los nervios en su cerebro saltaban de un lado hacia otro, estallando en miles de particulas, su cerebro se secaba de poco a poco. Las flores invernales ya no existían, todo era cubierto por una gruesa capa de nieve. Le ardía la garganta, le frustraba pensar. Los árboles lo observaban como gigantes, apunto de atacar. El camino andaba solo, ni un sonido se escuchaba, en cambio todo dentro de aquella casa parecia tener vida. El chillido del viento era inminente, los crujidos eran desesperantes, las anticuedades le brindaban un intenso temor. En medio de los gritos y la caída de pelo, de brazos en las paredes y sudor en el cuello, se escuchó un canto, el cual provenia de afuera. Sus pies deseaban abrir la puerta, ya no les importaba el chirrido, mucho menos el frio. El par de ojos humedecidos miraban hacia el techo, averiguando cómo podria escapar sin salir. La misma idea era absurda, pero el canto era maravilloso. Las llaves estaban perdidas y las puertas se negaban a abrir. La ventana se oscurecio, difuminando con niebla el espectro del jardín. Agarró la minúscula llama, y caminó cuidadosamente para no matarse. En la azotea todo se veía distante y difuso, su cabeza ya no pensaba igual, todo le daba vueltas y el sudor aumentaba, con su impaciencia. El canto de aquella sirena lo imnotizaba, inhaló y sopló, acabando con la existencia de la llama y su vida.
Fuera de la ventana, todo permaneció tranquilo y pensativo, se habían vengado por el asesinato de su regadora. El canto se esfumo con el necio humo de la llama extinguida. Ahora duermen y esperan con ansias a que venga la dulce primavera, que lo peor ya pasó... ya pasó.

1 comentarios:

Raúl dijo...

El relato, necesitado de un buen pulido, atrapa en cuanto al ritmo y el fondo.
Un saludo.

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